Con House of Cards pasa como con cualquier remake de
una serie de éxito, los que no han visto el original quedan fascinados
con él y los que ya vienen avisados se mantienen más tibios. Solo así se
explica la variedad de reacciones con el inicio de su segunda temporada, que van desde el más profundo éxtasis hasta la indiferencia más absoluta. El tema central de este remake es la lucha por el poder en los pasillos del
Congreso de los EE.UU y de la Casa Blanca, en el que refleja bastante
bien el movimiento de favores e idas y venidas de la política
estadounidense.
House of Cards está ambientada
en Washington. Comienza con un cambio de presidente y con la
consiguiente desilusión del congresista Underwood (Kevin Spacey), que esperaba entrar
en el nuevo gabinete y dejar al fin de ser el encargado de controlar el voto de los
demócratas. Lejos de desanimarse por el revés, el protagonista comienza
enseguida a conspirar para alcanzar la vicepresidencia del nuevo
gobierno. Para ello se valdrá tanto de dos instrumentos, su esposa Claire (Robin Wright) y su mano derecha Doug
Stamper (Michael Kelly), como de dos nuevas herramientas: la ambiciosa
periodista Zoe Barnes (Kate Mara), quien pronto descubre que en la
capital no eres nadie sin acostarte con un político que te tenga al
tanto de lo que realmente ocurre, y el congresista Peter Russo (Corey Stoll), cuyo alcoholismo lo hace descaradamente manipulable. Porque a
eso se dedica Underwood: a manipular.
Underwood es un personaje extremadamente pragmático, cuya capacidad de ver cuatro pasos por delante de los demás lo sitúa en el Congreso
como uno de los valores más esenciales de su partido, y, por ende,
también lo convierte en alguien muy peligroso como enemigo. Cuando
Underwood decide debilitar sistemáticamente el gobierno al que
representa para ejecutar su venganza sabemos que se va a desatar un
infierno en el despacho oval.
Aunque son muchas las relaciones magnéticas que Frank establece con
otros personajes, como la que lo une y lo separa de Zoe, o como la que
lo deja en manos de Raymond Tusk —un campechano multimillonario a quien
no sabe cómo seducir—, la central es la que ha mantenido desde siempre
con su mujer. Su matrimonio es una alianza poderosa, como el de los Kane
o el de los Bartlet; pero tal vez sea aún más complejo que el de sus
precedentes ficcionales. No sólo porque Claire mantiene una relación
romántica y correspondida con un fotógrafo, o porque sabemos que tolera e
incluso apoya que él se folle a otras mujeres si eso les conviene, sino por otros motivos que no pretendo spoilear.
Los argumentos secundarios también piden que evadamos prejuicios; Zoe
Barnes al principio parece una auténtica niñata, pero es en pequeños
detalles donde observamos su progresiva madurez (a pesar de que no le
llega a la suela a la Mattie Storin original, siendo el
eslabón más débil de la serie); las pequeñas aventuras de Claire
Underwood parece que no tienen repercusión en la trama principal hasta
que la tienen; y Peter Russo es el personaje con el que más empatizamos,
pero parece aparecer y desaparecer del camino de Underwood hasta que se
desvela la importancia capital que tiene en la historia.
Pero lo que más te atrae como espectador es que Spacey hable directamente a cámara, o sea, directamente cntigo. En la segunda temporada esto se magnifica (temporada que fue estrenada en su totalidad el 14 de febrero), y es algo que realmente se agradece. No ya por que suela
contarnos lo que está pasando realmente por su cabeza, si no por que en
la primera temporada durante varios episodios lo hizo poco o nada y es
fundamental para entender la serie que el espectador conecte plenamente
con Underwood. Hablar con el espectador es la forma que tienen de
hacerlo los guionistas y por lo que realmente engancha.
En definitiva, House of Cards se ha convertido en una película dividida en capítulos, de la cual aún no hemos podido ver ni la mitad, un éxito imparable de una cadena poco valorada entre sus compañeras, la cual juega con ventaja, ya que ni la más grande (HBO) supo hacerlo, como bien ejemplifican los
fracasos de Luck o Cárnivale,
series que querían jugar a la larga y terminaron canceladas. La consecuencia de todo esto puede ser que o bien signifique un paso hacia adelante en el cambio
definitivo del paradigma televisivo o el batacazo de Netflix como
productora de contenido propio.
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